Aprendiendo de la eternidad

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¿Cómo puedo orar si no tengo a Dios en el alma?

Todo se achica de cara a la eternidad. Por larga que parezca, nuestra vida es un punto en medio de la eternidad.

 

La eternidad

Ahora bien, inmersos, como estamos, en el tiempo, nos resulta imposible imaginar la eternidad. Por defecto de experiencia, pensamos en la eternidad como un tiempo infinito. Al pensar así somos como ciegos describiendo el arcoíris. Tal vez habría que pensar más bien en un instante perpetuo, lo cual también nos resulta inimaginable.

En este penúltimo domingo del tiempo ordinario, la liturgia nos pone frente a la eternidad. Eternidad que será inaugurada definitiva y plenamente con la segunda venida de Cristo, que la tradición bíblica y teológica ha llamado «parusía» (del griego: «venida, llegada»).

Jesús describe su parusía en tono apocalíptico, con repercusiones cósmicas y escatológicas –es decir, que tienen que ver con las realidades últimas de la existencia humana–. Por eso, el evangelio ofrece un cuadro en el que el sol, la luna, las estrellas y el universo entero participan, a su modo, de ese momento culmen de la historia.

La actitud correcta

Al describir así su segunda venida, ¿quiere Jesús asustarnos? ¿Quiere que «no queramos» que venga Él algún día por segunda vez?

El texto paralelo del evangelio de san Lucas invita a la actitud correcta: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación» (Lc. 21, 28).

Pienso que el verdadero objetivo de Cristo, al hablarnos de estas cosas, tiene que ver más bien con el sentido y el valor de nuestra vida.

En otras palabras, la perspectiva del fin del mundo y de la eternidad es una motivación profunda para relativizarlo todo, valorar el tiempo y estar siempre preparados.

Relativizarlo todo

San Pablo escribe: «pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor. 7 – 31). Es decir, todo es pasajero. Tu etapa de estudios es pasajera, tu puesto de trabajo es pasajero, tu juventud es pasajera, tus éxitos son pasajeros, tu belleza es pasajera, tu diversión es pasajera, cualquier pena o dolor es pasajero. Aunque durara toda una vida.

Todo tiene un final. También el sufrimiento. Santa Teresa lo expresó admirablemente en su célebre poema: «Nada te turbe; nada te espante; todo se pasa…». El saber que tarde o temprano tendremos que levar anclas y partir le quita presión a nuestra vida, aunque, por otro lado, le dé también urgencia.

Para quien tiene fe, ni la muerte ni el fin del mundo son una desgracia. De hecho, son el paso a nuestro verdadero destino. «Ella –la muerte– vela sobre nosotros con un amor devorador… Ella ilumina la vida como un «magnífico sol negro», y nos enseña a vivir», escribía Julien Green.

Y a los que les fascina esta vida, san Gregorio Magno les advierte que sería muy mal viajero aquel que, yendo de camino, se sentara a admirar la belleza del paisaje hasta el punto de olvidar el objetivo de su viaje.

Tal vez por eso nuestro corazón es «anti-caducidad». Es decir, termina por no satisfacerse con nada de lo que encuentra en esta vida; porque todo aquí es caduco y él siempre tiene sed de eternidad.

Valorar el tiempo

La perspectiva de la eternidad nos aviva la conciencia de la fugacidad del tiempo. Una pensadora española, María Lacalle, escribía acertadamente: «La experiencia del tiempo es dolorosa. El tiempo divide y disipa la existencia. En el tiempo todo pasa, fluye y muere. Es una realidad que nos devora».

Ahora bien, el cristianismo ha enriquecido y redimido el tiempo –como lo ha hecho con todo lo humano– dándole un nuevo y esperanzador significado. El tiempo es el espacio de oportunidad que Dios nos concede para alcanzar la madurez como personas.

Madurez que para san Pablo tiene un significado muy concreto: la identificación con Cristo. En sus palabras, hay que «alcanzar la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef. 4, 13).

Ahora bien, siendo Cristo el Amor Encarnado, nuestra plenitud y madurez se resuelve en una sencillísima ecuación: vivir es amar. Pero amar con prisa…, porque el tiempo es poco. De nuevo san Pablo, que sentía y vivía esta urgencia en su corazón de apóstol, escribía: «el amor de Cristo nos apremia –nos urge–» (2 Cor. 5, 14).

En otras palabras, el tiempo nos permite crecer en el amor, realizarnos en el amor, prodigarnos en actos de amor. Con la conciencia de que cada acto de amor queda «ensobretado y sellado» para la eternidad.

Estar preparados

Finalmente, la conciencia del fin de nuestra vida y del fin del mundo nos motiva a estar siempre preparados. Jesús es muy claro en esto: nadie sabe el día ni la hora. Ni del fin del mundo, ni de su propia muerte.

De hecho, ninguna profecía sobre el fin del mundo se ha cumplido –y ya van muchas–. Basta consultar el artículo Mil años de predicciones fallidas del fin del mundo –está en Internet– para constatarlo. No significa que el fin del mundo no llegará algún día. Pero, como dijo Jesús: nadie sabe el día ni la hora.

Ahora bien, profundizando un poco más, esta incertidumbre tiene su valor. Ante todo, porque nos pone en nuestro lugar de creaturas. No somos dueños ni señores de la vida ni de la historia; sólo Dios lo es.

En segundo lugar, le da seriedad a nuestra vida. Nos obliga a recordar el para qué vivimos, y así cuidamos más el cómo vivimos. Pues tenía razón quien dijo: «Si no sabes para qué vives, da igual cómo lo haces».

Finalmente, nos motiva a vivir siempre en estado de gracia. Éste es, quizá, el significado más concreto de la expresión «estar en vela», que Jesús utiliza en varias parábolas. Hay que vivir habitualmente en estado de gracia, y así estar preparados para el momento –imprevisto o no– de nuestra partida a la eternidad.

María

En el Apocalipsis, María aparece con una mujer «vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza». María recoge, en plena conmoción apocalíptica, el esplendor y la belleza del universo que se apaga.

Con ella aparecen de nuevo el sol, la luna y las estrellas. Se presenta así como el lugar seguro al cual acudir cuando se nos apaga la vida o el mundo.

Que Ella nos alcance la gracia de aprender la sabiduría y el sentido de la eternidad para relativizarlo todo, valorar el tiempo y estar siempre preparados.


 

La Palabra de Dios debe ser la materia fundamental de nuestros diálogos con Dios en la oración personal. Ojalá que este comentario a la liturgia te sirva para la meditación durante la semana. Agradecemos esta aportación al P. Alejandro Ortega, L.C. (consulta aquí su página web)

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